martes, 18 de marzo de 2008

Papel de viejo


Entró el whisky. Más bien penetró. Sobredosis etílica. Anestesia inconsciente que aletarga ansiedades a costa de muertes mentales. Sórdida dosis de coraje recién llegada para combatir timideces de carácter.
Me hastían quienes dicen que “leí y escribí mucho en relación a mi edad”, una frase tan pelotuda como yo. Ni existo en relación a mi edad ni mis lecturas y escrituras existen en relación a mí. Yo no soy más que esto que acabé de escribir en este segundo. Ni siquiera. Ya dejé de serlo una vez más. Otra vez, el instante eterno. La inmortalidad de la última letra que terminé de trazar para permanecer en este mundo. Sentí la necesidad de humedecer mis ganas para no dejarlas secar en un cómodo sentimiento de ocio mental. Quiero decirles (o al menos intentarlo) a todos los que le importen lo que pasa por mi cerebro. Este ingobernable aliado que vive dentro de mi cabeza y ordena a mis manos escribir estas letras. Él es quien marca mis deseos y mi yo. Me hace escribir un lunes (ex domingo) en base a sus necesidades. Soy su esclavo. Me entrego a él pero me dejo llevar por ansias ajenas a la razón. Ambición de genialidad absurda sin una real ambición.
Hoy quise que mi hijo se pareciera a mí en las ganas de ir más allá de sí mismo para ser diferente y lograr darse cuenta que en la diferencia está la belleza. El amor nace y vive en el deseo de trascendencia. La familia es la construcción artificial del deseo de inmortalidad. Nacer para vivir, vivir para morir…

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