lunes, 12 de abril de 2010

Re-conocimiento


No siento el dedo gordo de mi pie izquierdo desde que volví del Chaco. A veces es mejor no sentir para que no duela. No me gusta el dolor, pero es imposible no sentirlo a menos que deje de sentir por elección, necesidad o causalidad. Extraño el dolor en mi dedo gordo quizás para percibir su existencia y un masaje o algo aún mejor. En cambio, si no siento el dedo gordo, ya no existe.
Una vez, un amigo que anda su vida en silla de ruedas, me contó cómo hacía para vivir con sus piernas dormidas: “Resulta que existen pero no están, entonces te acostumbrás a su ausencia aunque las ves todos los días. No se sienten pero están”, dijo mientras me convidaba un mate. Con mi mayor crudeza le pregunté qué lo diferenciaba de aquellos cuyas piernas fueron amputadas. “Aunque nunca volveré a caminar, la sola presencia de mis piernas me devuelve una ilusión todos los días”. Pasa con la gente. A veces las personas que vemos todos los días, están, pero no existen.
Otra historia. Otra voz. Otro ámbito. Un ex combatiente de Malvinas, literalmente sin piernas, mira a su alrededor con su campera camuflada mientras pide monedas en su gorra durante una procesión de fieles de un santo de causas urgentes. Sufre su guerra diaria esperando una piedad ajena que él siente como propia. Le pregunto por sus piernas. Me cuenta que las perdió en una guerra heredada y no correspondida. A los 21 años se quedó sin piernas y ahora, a los 48, no se imagina otras piernas. Situaciones límites, ajenas, que re-ubican en otro contexto que prohíbe o, al menos, carga una culpa extra que imposibilita cualquier queja absurda y / o egoísta. De pronto, la conciencia de que la queja viene por dentro. Por herencia, por costumbre, por la impotencia de estar en esta vida sin hacer todo a la vez.

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